Crecí como una serpiente enroscada a un árbol, un pequeño tronco de árbol frutal, transparente, por donde fluían líquidos rojos y amarillos. Mi boca sin labios, boqueaba como la de los peces fuera del agua y mis ojos giraban en sus órbitas observando: paredes blancas, mesas blancas, sábanas blancas, batas blancas.
No tenía conciencia del tiempo, pero eso que no conocía transcurría lentamente. Los hombres y mujeres de las batas blancas venían a verme, me vigilaban, tocaban mi cuerpo de serpiente enroscada a un árbol y lo pinchaban, lo medían y lo pesaban. Yo estaba allí, aunque no me veían, estaba allí. Miraba intensamente el ángulo de la habitación que podía ver y trataba de concentrarme en las paredes blancas y atravesarlas, o ver el reflejo de lo que yo era. Pero tenía miedo, el miedo creció conmigo y me abrasaba más que mi piel cuarteada. Algunas veces oía en susurros la palabra monstruo y aunque no sabía exactamente lo que significaba, me aterraba. Podía sentir su repulsión y su curiosidad y ambas alimentaban mi miedo. En ocasiones oía decir: dejadle morir, por Dios, cortad esos cables.
Es curioso porque ellos no me atribuían capacidades humanas, no sabían que yo podía sentir e intuir lo que significaban sus palabras y aún así cuando se referían a mi, hablaban en susurros. Yo les seguía con los ojos, pero ellos creían que no veía y boqueaba, pero ellos no sabían que quería hablar.
Si supiera odiar, odiaría a mi madre tronco de árbol transparente sobre la que me enrosco y si supiera lo que es morir, no sería capaz de pensar en nada más.
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