lunes, 17 de septiembre de 2007

María

María estaba tendida sobre el suelo. Una mujer sin tiempo, con los brazos extendidos y las palmas abiertas, rendidas. Los ojos de par en par y por la comisura del labio una fina estela roja bajaba por su mejilla y se perdía en su pelo.

En ese barrio pobre había vivido toda su vida. Primero con su padre, un hombre que vivía para beber. Y cuando no tenía dinero la vendía a otros borrachos en algún rincón de las casas abandonas del barrio. Ella nunca se arrastró, pero entre todos la hundieron en miseria.

Pasó de hombre a hombre como de oca a oca. Pero todos eran el mismo. La misma cara y las mismas manos sucias, caricias rudas y bofetadas. Los mismos dientes de hiena mordiéndole el alma. No aprendió a leer ni a escribir. Siempre fue una esclava, aunque nunca tuvo un empleo y siempre fue usada. Nunca llegó a saber que era humana.

Hermana de género, huérfana de flores y de halagos, hundida en la miseria y en los cantos rodados de un camino que siempre la arañaba. Agua siempre sucia. Mirada siempre baja. María, ¿quién te dejó aquí abandonada?, ¿porque no vino nadie a salvarte?. María, ¿porque no fuiste nunca la reina de tu casa?, la muñeca de tus padres, una niña amada.

Cuantas Marías más. Cuantas cada día mueren sobre el suelo tendidas, asesinadas algunas y muchas, simplemente, rendidas.

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