lunes, 8 de octubre de 2007

Zoo

El sonido sepulcral es la ausencia de sonido. Debe serlo, pero conlleva tensión emocional, dolor, ráfagas de viento susurrando y algún lejano lamento, tal vez algún perro aullando en la lejanía.
Muchas tardes, sobre las 7 acudo al zoo de Madrid, donde la hierba cuidada y el ambiente tranquilo me gustan para pasear un rato a mi perra. Es una zona de la Casa de Campo que mantienen limpia y que tiene acceso en coche. Muchas otras personas: corredores, paseantes o simplemente gente que va un rato a respirar aire puro acuden también. Y de vez en cuando, en zonas concretas buscadores de sexo que se ocultan más que mostrarse. Son discretos, conducen despacio por el aparcamiento buscando un cuerpo afín. Es sexo entre almas perdidas, no hay negocio.
Pero todo es una ilusión. Estamos en el aparcamiento, césped y enormes pinos piñoneros poblados de loros verde brillante salidos del comercio clandestino y de ardillas juguetonas. Es el paraíso, y si embargo es el aparcamiento de la cárcel.
Pero es peor aún, porque es una cárcel abierta al público, un escaparate de miserias y vidas esclavas, donde los de fuera sonríen y gritan admirados y los de dentro lloran en silencio sin saber porque. La libertad que muchos no han conocido nunca es una palabra ajena, un simple sonido sin significado.
Los cuidadores disimulan las vayas de protección, los fosos que separan a los inocentes de sus verdugos. Nadan en una piscina que simula un lago, recorren una y otra vez sus 10 metros de territorio o se mantienen colgados de un árbol. Y nos miran con ojos que yo veo perplejos. ¿Quienes son esos seres que nos miran con detenimiento, esos pequeños que nos señalan con sus dedos y esos tarugos que nos tiran pipas y cacahuetes?.
Esto es una fiesta, hay dos nuevos presos. Dos pandas venidos de China. Y las colas se hacen interminables. Hasta la familia real ha ido a verlos. Pobres. Cadena perpetua o muerte. Ya han sido condenados. Y mientras tendrán que aguantar los oh! admirados de los paseantes, los miles de flases, la captura de sus imágenes que como algún brujo diría, les captura el alma.
Es uno de los recintos mas tristes del mundo. Solo lo puedo comparar con instituciones psiquiátricas, antiguos orfanatos o cárceles. Reclusión por la mañana, por la tarde. Reclusión hoy y mañana. Y la única salida es terminar de una vez, no hay salvación para estas pobres y apagadas figuras. Los hombres llevan a sus hijos a ver a estas criaturas. Es bueno para ellos, así aprenden. Pero que aprenden, que el tigre blanco está detrás de una rejas y que de vez en cuando ruge, o que las jirafas solo mastican las hojas de sus árboles, o que el orangután tiene una mirada humana, que parece despreciarnos detrás de sus cristales. Aprendemos que las serpientes están en urnas y comen ratoncillos blancos, o que los delfines hacen monerías. Aprendemos que la vida se puede encerrar entre cuatro paredes y nadie pone el grito en el cielo. Aprendemos que los bosques se queman y las selvas se desbastan y que los habitantes de los territorios lejanos ya no están lejos, están aquí, en el Parque de Atracciones.
Os acordaréis del negro de Buñolas, un hombre disecado expuesto durante años en el museo de ciencias naturales. Un día alguien se dio cuenta de que eso era irracional, inhumano, que atentaba contra los derechos del hombre, contra su dignidad. Bueno, estoy segura que dentro de unos años alguien se dará cuenta de la tristeza que hay en los zoos, de la poca dignidad que les dejan a sus animales fuera de su entorno, expuestos a las miradas descaradas de los humanos, alimentados y cuidados como si fueran incapaces de sobrevivir sin la mano del hombre, cuando es el hombre el que con su mano les encierra y les expone. Probablemente algún día todo esto será historia.

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