Me siento un poco retrógrada. En mi juventud, las imperfecciones de la naturaleza se aceptaban como tal. Cada una era como era y ya estaba. Una nariz puntiaguda o grande era ignorada o valorada como parte intrínseca de la personalidad, mientras unos labios gruesos eran admirados. Los pechos eran simplemente pechos, no parte de una imagen estereotipada. Ni siquiera estaban de moda los grandes, tenían que caber, decían los chicos, en la palma de la mano.
Todo era cuestión de suerte. De la lotería de la madre naturaleza. Si salías alta y delgada, estupendo. Sino, ajo y agua. De todas formas, nosotras no queríamos ser modelos, ni siquiera azafatas. Nuestros sueños eran universitarios. Nuestro hombre ideal era el Che, del que supimos cuando ya había muerto (cuantos dormitorios habrán adornado la foto de Korda). Nos moríamos por Serrat y cantábamos en catalán con Lluis Llach o Raymon, simplemente porque no se podía. Y apoyábamos las luchas libertarias de sudamérica. Todas fuimos chilenas llorando la muerte de Allende o Victor Jara y todas fuimos hijas de las madres de la Plaza de Mayo.
Como han cambiado los tiempos. Ahora la gente se opera de todo, hasta de ideología, que puede que haga michelines. Y yo me refugio en aquellos maravillosos tiempos en los que la juventud era mia.
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