Me gusta la libertad que dan las palabras, las frases. La libertad de convinarlas y expresar los más inquietantes pensamientos. Esos que a veces, ni siquiera conoces hasta que los escribes o los dices. Las palabras son mi don, mi libertad, el tesoro que me impide decaer, rendirme. La literatura no tiene límites, ni necesita coartadas. Pueden prohibirte, incluso encarcelarte, pero el pensamiento que expresa nuestro lenguaje, las palabras que salen de nuestra boca, que escribe nuestra mano, vuelan libres y son capaces de esconderse y esperar su momento. Nadie puede destruir las palabras, porque hay muchas, y se utilizan una y otra vez, y crecen y se reproducen y nunca mueren. Están en cada uno de nosotros, archivos vivientes. Y se envían, y se mezclan y se traducen y se editan y se graban. Las palabras no mueren nunca, aunque el olvido las relegue a un rincón llenas de polvo, surgirán en la mano de algún poeta, o volverán en los libros clásicos. Y yo leeré a Cervantes o a Quevedo, entenderé lo que escribían, y seguirán vivos.
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