Hoy me he levantado por el lado izquierdo de la cama. No había nadie a mi lado y he preferido rozarme con las sábanas que aún tienen su olor y bajar por su lado. Sus zapatillas estaban debajo de la cama y me las he puesto. He entrado en el baño y he usado su cepillo de dientes. Ni tan siquiera eso se llevó. Se llevó mi vida, pero dejó su ropa, sus libros. Se llevó mi risa, pero dejó su cepillo de dientes y las maquinillas de afeitar. No se donde está. Me llamó desde el móvil y me dijo que se iba, que no aguantaba más. Luego le llamé y le llamé, pero el móvil estaba muerto. No se que ha pasado. La vida nos iba como a todos, unas veces bien y otras peor. Pero los días transcurrían tranquilos y las noches eran un remanso. Abrigada con su calor, dormía como si estuviera en paz. Sus brazos me servían de almohada y su pecho era el muro dorado que atemperaba el tiempo de la madurez. Era una niña amando. Pero se fue. No se donde estará y aunque mis ojos observan desesperadamente cuanto rostro se cruza en mi camino, nunca es el. Nunca asoma su frente sobre los caminantes. Nunca veo esos ojos marrones que un día brillaron de amor y dulzura solo por mirarme. No me di cuenta quizá, ahora lo pienso y sus ojos se apagaron hace mucho tiempo. Era yo la que abrazaba en las noches frías, pero sus manos no frotaban mi espalda. Sus besos no alcanzaban mi boca. Tal vez, si, ahora recuerdo, perdió hace mucho su sonrisa, ese hoyuelo que aligeraba mis prisas no se marcaba en sus mejillas. Le perdí sin darme cuenta y no se llevó nada.
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