Estoy cansada, harta, desesperada. Los minutos no pasan, aunque ya son las 3 y 11. Me quedan pocos minutos. En un ratito Yolanda pasará a buscarme, recogeré y saldré por fin a la calle, a la luz del día, al aire fresco. Todavía tardaré una media hora en llegar a casa entre conductores con prisas y maniobras irresponsables (mías también). Mañana jueves, por fin comenzamos a ver la luz. Esta semana ha sido muy dura, quizás porque la pasada tuvo fiesta el viernes. Hemos tardado tres días en recuperarnos del fin de semana. Todos arrastramos los pies por los pasillos. El lunes, probablemente, faltó bastante gente. Yo llevo toda la semana con lo mismo. Desde que el lunes mi jefe me dio un pequeño palo para motivarme. Que bueno, como se preocupa por mi. Así da gusto. Menos mal que ya soy perra vieja en esto (y en muchas otras cosas) y no me altero. Yo sigo mi ritmo. Trabajo, pero han conseguido poco a poco lo impensable: ya no tengo ideas. Antes era una máquina, capaz de llevarme a casa el trabajo en la cabeza y pensar en mejoras, cambios. Pero el tiempo y la falta de consideración (no general, pero si importante y sobre todo decisoria) han motivado que mi actitud cambie. Se mucho, y trabajo bien, pero ahora no tengo ganas. No se merecen, probablemente ningún jefe se lo merezca, que te dejes la piel en el trabajo. Nunca serás correspondido. Eres una pieza facilmente sustituible. Aquí la gente que se jubila no vuelve. Ni la que se va voluntariamente. Por algo será.
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