Hoy he perdido las ganas de soñar. He pasado por encima de las cosas triviales y he llegado a la puerta. Y cuando he abierto me he encontrado con cientos de muertos, amontonados sobre el suelo desnudo, salvo por la alfombra de sangre coagulada. Todos tenían los ojos abiertos, habían muerto mirando, viendo el último día de su vida, mirando el cañón de una pistola, los ojos de su verdugo, el estallido brillante de una bomba justo antes de matarles, el estruendo del sonido que deja el silencio total, el polvo y la metralla peleando en el aire, los miembros amputados, los cuerpos desnudos.
Cada día abro la puerta y me los encuentro. Son de todas partes, asociados del club de las víctimas inocentes, un club que se extiende por todo el mundo y que no cobra cuotas. Tampoco es exclusivo: cabemos todos.
Siempre habrá formas de morir, fáciles, sangrientas, baratas. Como a marionetas nos cortarán la cuerda que nos sujeta y caeremos sin forma sobre el húmedo suelo cubierto de las lágrimas derramadas por los supervivientes, los que sabemos que seremos los muertos de mañana.
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