miércoles, 20 de agosto de 2008

Pekín 2008 Día 10

Qué lejos de los nacionalismos violentos y separatistas queda la utilización de las banderas en los Juegos Olímpicos. En manos de aficionados felices, que asoman sus caras extasiadas por encima de las telas ondulantes.
Son banderas que identifican, sí, pero que comparten la alegría del triunfo sin entrar en rancios orgullos patrios. Se convierten, simplemente, en su grandeza, en símbolos de hermanamiento deportivo que no hieren, sino que adhieren al resto de espectadores a la gloria compartida con los ojos llorosos.
La especie humana, todas las especies me atrevería a decir, necesitan pertenecer y las competiciones deportivas de este calibre nos permiten desplegar los símbolos sin acritud, sin arrojarla sobre el orgullo de los otros.
Hace apenas un mes, cuando la selección española de fútbol ganó la Eurocopa mi mayor satisfacción –compartida, lo sé- fue la desmitificación de la bandera de España como propiedad de la derecha, y del nacionalismo español. Unos y otros, en toda España, en las autonomías del norte y del sur, en las capitales y pueblos, los españoles perdimos la vergüenza de usar nuestra bandera, de ondearla entre risas y gritos de júbilo, no con la ferocidad de los que actuaban como propietarios de la enseña.
Nunca me han gustado los símbolos que separan, ni las fronteras que aíslan a unos de los otros. No me gustan nada –ni los entiendo- y me dan miedo los nacionalismos soberbios, egoístas e insolidarios.
Tampoco me gusta nuestra mascota, la Reina.

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