El pasado viernes tuvimos en mi empresa la tradicional y perpetuada comida de Navidad. Hacía dos años que no iba, pero esta vez, por diversos motivos decidí ir. Es en realidad un celebración de semi-boda, con varios platos que llegan a la mesa medio fríos y muy hechos. Poco de todo y mal hecho, aunque la calidad no fuera mala. Y además, con prisas por echarnos. El restaurante Currito de Madrid, al que yo he acudido en otras ocasiones y siempre con satisfacción, nos dio una comida ramplona y como ya he dicho sin ningún cuidado en la confección. Y me consta que el menú costó más de 100 € por persona sin copas, ni cava. Pero bueno el hecho es la celebración, es decir, la hipocresía de las rencillas sonreídas de mesa a mesa, de los abrazos llenos de buenos deseos con el puñal escondido tras la espalda. De los sitios guardados, de los guetos. Es una fiesta que solo puedes aguantar tras una panoplia, un estallido de fuegos fatuos alimentados por la envidia y el rencor. Es el triunfo de los besos de judas. Es, en fin, una representación en la que la mayoría, probablemente, no querría estar. Pero entre la costumbre, la comida gratis, el que dirán los jefes si no voy, o incluso como excusa para no ir a casa, la gente se apunta y bebe mientras observa de reojo las mesas de alrededor, la colocación de los compañeros dice mucho de la prosperidad de algunos y de la caída de otros. El año que viene quizá me de un descanso de nuevo. Es mucho para mi ir cada año a este festejo de brillos caducados, de corrientes voraces. Y no es que yo sea mejor que los demás, es simplemente que reflexiono sobre ello, hay otros que no piensan en ello, las cosas son como son, y ya está. La historia está ya escrita para el próximo año.
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