Cada mañana aparco el coche en el sótano 3 del edificio donde trabajo. Me monto en el ascensor y aparezco en una verdadera jungla de hormigón y vidrio, artificial y artificiosa, nuestro propio zoo de cristal. Aquí las vivencias no son tan intensas, ni tan trascendentes como en la obra de Tenesee Williams, aunque son igualmente universales. La lucha, las tensiones, rasgan la piel como espinas envenenadas.
Me refugio en mi árbol y veo pasar cantidad de monas y monos chitas. Hacen monerías, se exhiben, se dejan querer, dan saltitos y emiten extraños ruidos. No se en que se ocupan, pero hacen bastante ejercicio. Son el alma del zoo.
Por mi puerta, sobre las 9,30 h., cada día, asoma el viejo león rey de la manada. Está cansado y quizá harto de mantenerse erguido cuando no tiene ganas más que de tirarse en cualquier lado. El cachorro joven que siempre le acompaña será pronto su competidor. Ya da dentelladas sobre el cuello del viejo rey. Y se muestra altanero y suficiente. Se revuelca juguetón sobre la tierra mientras el harén de monas-chita del rey le ríe las gracias. Pero no llega a las lianas.
Las hienas también ríen, siempre ríen, mientras esperan hincar el diente en la carroña. Por encima de los armarios transitan las panteras, sigilosas, ambiciosas, hambrientas. Estiran su cuerpo poderoso y su pelaje brilla. Son temibles. Se cobijan bajo la sombra del viejo rey, a la espera de oportunidades. Ellos también aspiran a puestos más altos.
La comunidad está repleta. Fieras, alimañas y sabandijas se sientas tras las mesas o transitan por los pasillos. El personal es variado. También hay algún cordero viejo y alguna gacela manoseada. Es un triste ambiente. El zoo de cristal.
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