Ha fallecido el pasado sábado la madre de Juan, el portero de mi finca, ecuatoriano afincado en España desde hace muchos años. Sus hijos viven aquí, y sus nietos, pero su madre quedó en su otra tierra, con los recuerdos de media vida y la necesidad de buscar nuevos horizontes, una vida mejor para todos. Aunque dejó su tierra, ha invertido lo que ha podido en una casa en Ecuador para su retiro. Pero aunque sus hijas dudan, sus nietos son españoles y no quieren marcharse. Aquí todos tienen actualmente trabajo (aunque precario en algunos casos y duro siempre), un hogar que parece contraerse o expandirse según la necesidad de acogida y sobre todo, para los más pequeños, asistencia sanitaria y educación. Pero la madre de Juan, tan lejos y tan cerca ha muerto a muchos kilómetros de Madrid, y al dolor de la muerte se une el de la distancia, el de la culpabilidad por no estar, y la falta del consuelo de despedirse, de abrazarse a otros mayores, de enterrarla y llorar con la frente apoyada sobre su caja mortuoria y acariciar la madera como si de su piel se tratara.
Lo siento. Hoy Juan está en su puesto como si nada hubiera pasado. El dolor, a todos nos pasa, hay que llevarlo por dentro y seguir como si nada. Juan no ha podido ir a Ecuador, supongo que por no pedir permiso en el trabajo y sobre todo por no gastar un dinero importante en el viaje, cuando ya no hay remedio. Pero los corazones necesitan llorar sobre sus raices, despedirse y cerrar las heridas. No me imagino lo que puede doler el vacío de una muerte tan lejos, de una noticia telefónica tan terrible. Es la vida de los inmigrantes. Lo siento de veras Juan.
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