Por encima del horizonte solo hay cielo. Cielo gris que se extiende por las alturas de mi vida, las que mis ojos alcanzan. Y es tan grande la cúpula que forma, que me siento pequeña, insignificante. Y así soy realmente. Un grano de arena en una playa dividida. Al norte crecen arbustos y sombrillas. Hay chiringuitos donde olvidar la sed y el hambre, duchas donde limpiarse los pies de arena y un puesto de la cruz roja que vigila las picaduras de medusas. Al otro lado, al sur de la playa solo hay arena y manchas marrones de lo que fue sangre derramada, que se mezcla y se hunde y queda como si fuera una materia indestructible. Los cuerpos tumbados sobre la arena tienen posturas raras, piernas torcidas, manos crispadas, si te acercas un poco ves que están muertos. En esta playa, donde azota el mar enfurecido, no hay nada. No hay ni siquiera silencio. Yo estoy en la playa norte, pero puedo ver la playa sur, puedo sentir su angustia, el dolor de esa gente que al fondo se refugia en un saliente del acantilado. Puedo ver su sed y su hambre, sus heridas, sus manos vacias, sus ojos secos, sus hijos ateridos sin fuerzas para elevar los brazos suplicantes a su madre y llorar, llorar por el presente y el futuro, por la falta de esperanza y de comida, por el frio, por el horror de haber nacido en ese lado de la playa. Yo los veo, si, pero me doy la vuelta porque no puedo soportar la imágen, su ruido. Y cierro los ojos para olvidar que formo parte de ese mundo, también, que su mundo también es el mio, que somos todos del mismo mundo, que somos todos seres humanos, que su dolor debería explotar en mi conciencia y que mi responsabilidad abarca más de lo que me conviene pensar.
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