Creía que no podría resistirlo más. El viento agitaba los sauces junto a la ventana. Mario leía el periódico sentado en su sofá. La habitación estaba oscura y solo la luz de la lámpara de mesa iluminaba el área donde estaba mi marido. Yo me encontraba enfrente, simulando que miraba la televisión. Tenía incluso un rictus en la boca, como si sonriera por las simplezas que se decían. Pero en realidad le miraba a él.
¡Que importante se sentía en su trono, en su espacio!. No hablábamos, como siempre. Cuando acabara de leer querría cenar. Con una mirada me daría la orden y yo como un cordero la seguiría. Luego a recoger y a la cama, sin mirarnos, sin hablarnos.
Hoy es lunes. Ha amanecido nublado. Me gusta. Este ambiente gris y apagado entibia mi corazón. He decidido no esperar más, hoy es el día. El sol calentará tarde o temprano la mañana de modo que me vestiré de primavera, con colores claros. Necesito coraje para ofrecerme a él, para proponerle la locura de compartir mi vida.
La agencia está cerrada aún. Son las 10 menos 10. Paseo arriba y abajo por la acera de enfrente. No tengo valor para esperarle en la puerta. No se siquiera si entraré. Al fin le veo, viene con una mujer. Cuando llega a la puerta se besan en la boca y se despiden. Mi mundo se hace trizas.
He entrado en un bar a tomar un café. Necesitaba sentarme y pensar, repasar lo que he visto y encontrarle algún sentido. El me quiere, me lo dicho cada vez que hemos hecho el amor y cada vez que me ha follado en la trastienda, a mediodía, mientras cerraba para comer. Y me lo ha dicho con sus ojos ardiendo. Y al oído, con sus labios junto a mi mejilla. Mentiroso.
Le conocí en su agencia un día de mayo. Entré a preguntar por un viaje que nunca haría. Mi marido y yo nunca vamos a ninguna parte. Pero a mi me gustaba inventarme planes de vacaciones. Le pregunté por algún destino exótico. Vi que se llamaba Pedro en una plaquita que llevaba sobre el bolsillo de la camisa. Pedro Jazmín. Que apellido tan cursi.
Pero me miró y vi en sus ojos la mirada de un hombre interesado. Y yo, que no intereso a nadie, le seguí el juego. Coqueteamos como dos chiquillos escapados de la escuela. Era el peligro, lo prohibido. Era mi deseo y su deseo, encarnecido de pronto. Solo un hombre y una mujer sin ninguna pregunta. Por mi vientre corrió como la pólvora una sensación quemante, hasta mi sexo, que me hizo apretarme contra la silla. El se dio cuenta y mis ojos se ahogaron en los suyos. No hubo disimulos, ni dudas. Como en un sueño me cogió de la mano y me condujo a la parte trasera de la agencia, a una salita tan pequeña que solo cabía un sofá y una mesita de salón. No necesitamos más.
Pedro me apretó contra la pared y me beso hasta ahogarme en su saliva y en su aire. Me abandonó un momento y cerro la puerta exterior. Sin palabras volvió a mi y sin palabras me bajó las bragas, y sin palabras me introdujo su sexo. Fue una batalla corta, pero sangrienta. Cuando acabamos, sin palabras, me coloqué la ropa y me fui.
Por la tarde llegó Mario a casa. Y yo le miré como si hubiera ganado la guerra y el fuera el perdedor. Sentía todavía el roce del sexo del extraño que me había follado, su líquido, que inconscientemente había derramado en mi. Pero no me importaba. El futuro y el pasado no me importaban, porque me sentía libre. Mario no tenía ni idea, pero era un maduro, egoísta y orgullosos hombre engañado. Su posesión compartida, manoseada por un desconocido, perdida entre los gemidos de otra boca.
Esa noche me acosté pensando en ese momento de locura, deseando de nuevo al extraño, emocionalmente para sentirme deseada, mujer e intelectualmente para seguir perpetrando el agravio en mi marido, en mi santo marido.
Estuve dos días resistiendo el deseo de volver. Pero lo hice. Al tercer día mis pies se dirigieron sin yo notarlo a la agencia. Allí estaba Pedro, atendiendo a una pareja. Me senté a esperar frente a él. Mientras les atendía me miraba de vez en cuando y yo abría mis piernas para que sus ojos horadaran mis secretos. Era suya. Estaba allí para él.
Cuando nos quedamos solos ocurrió los mismo otra vez. Otra vez los besos, las bocas comiendo, los sexos pegados, las manos hiriendo. Nos mirábamos a los ojos. Pero no hablamos.
Estuvimos así durante dos meses. Yo iba a verle en la hora de la comida y el me esperaba ardiendo. Cada vez más abierta al delirio, cada vez menos cauta.
Mario, mi marido, comenzó a notar mi cambio. Mis arreglos, mis cuidados, mis sonrisas sin dirección, mis descuidos con él. Ya no tenía miedo a su indiferencia, ni a la soledad. Ya no estaba sola. Aunque solo tuviera sexo con Pedro, llenaba todo mi mundo. No necesitaba nada, porque estaba saciada.
Una noche Mario me violó. Perdió su indiferencia y me interrogó. Yo no le contesté. Ni asentí ni negué que le engañaba. Le dejé hablar, gritar. Nunca le había oído hablar tanto, ni ser tan expresivo, aunque la mitad de sus palabras fueran puta. Cuando se le agotaron los gritos, las frases hirientes, me pegó. Su bofetada impactó contra mi cara con la fuerza incontenible del odio y la rabia. De los celos de la propiedad, no del amor. No estaba seguro de nada, ni de él, ni de mí. Y me pegó otra vez. Después se sentó y lloró.
Yo le dejé en el comedor y me acosté sin sentir nada más que el dolor de los golpes. No pensaba. Al cabo de un rato Mario vino a la habitación y se echó sobre mi. Quiso besarme, y cuando le volví la cara, no se porqué, pero sin miedo, me desgarró la ropa y me violó. Yo no me resistí, para que, si no sentía nada.
Pero todo el dolor me aprieta ahora las entrañas, me desgarra como no lo hizo entonces. Ha pasado una semana, una semana de encierro, de indiferencia primero y de odio después, un odio reconcentrado que ha ido ocupando mi pecho, subiendo por mi garganta hasta mi cabeza.
Vuelvo a casa. Pasos cansados sobre el asfalto gris, bajo el cielo gris plomizo que ahora me aturde. Llevo encima todo el peso de mi mundo derrumbado, un mundo artificial que no tenía más pilares que mi desesperación y mi soledad. Pedro fue un sueño. La realidad somos Mario y yo. Y tengo que escapar.
Abro la puerta y me dirijo a mi habitación, la que hace una semana no comparto con mi marido. Cierro la puerta, me desnudo y me tumbo en la cama. La espalda sobre el colchón y mis ojos pegados a la lámpara del techo, cristalitos que se mueven con la brisa que entra por la ventana abierta. Oigo al sauce frotar sus ramas unas contra otras, Y mi corazón se desgarra de pronto. Lloro por toda mi vida, por mi infancia perdida, por los sueños imposibles, por la vulgaridad, por la desilusión, por los hijos que no he tenido, pero sobre todo lloro por mi y me desprecio mientras mis manos intentan cerrar los ríos de mis ojos y aprietan sobre ellos. Lloro porque he sido cobarde y he dejado que la vida corra por delante de mi sin agarrarla.
¡Por dios!, ¡por dios!, aún queda tiempo.
Mario vuelve a las 2. Tengo la comida preparada, acelgas con patatas y un filete. Su vaso de vino sobre la mesa y el pan cortado como a el le gusta. Me he cuadrado a un lado de la mesa esperando sus órdenes. Traeme más vino, enciende la tele, siéntate, no te quedes ahí como un pasmarote. Y yo te obedezco en todo, Mario.
Es de nuevo lunes. Ha pasado una semana. No ha sido larga. Cuando no hay ilusiones que cumplir el tiempo pasa rápido. Estoy de nuevo frente a la agencia. Y de nuevo les veo despedirse con un beso. ¿Quién será?. Probablemente sea su esposa.
Entro en la agencia cuando Pedro está solo. Son las 11 de la mañana. No le hablo, no le pregunto nada, no hay nada que saber, he perdido la curiosidad, solo quiero follar de nuevo. Escapar por unos minutos, perderme en el abismo del deseo saciado y sentirme mujer. Después le dejaré como siempre. El no me pregunta sobre mi ausencia, sé que no le interesa. He vuelto. Cierra la puerta exterior y me toma de la mano y me lleva hacia el fondo. Me desnuda con prisa y me besa y me muerde el cuello y el pecho. Sus manos dejan marcas sobre mi piel, y su sexo deja marcada su huella sobre mi alma.
Salgo del médico. Un martillo golpea mi cabeza. Voy a tener un hijo. Voy a tener un hijo. Voy a tener un hijo. Estoy embarazada. Tengo 43 años y mi hijo no es de mi marido. Mi corazón está a punto de estallar en mi pecho. Mis manos aprietan mi vientre que vive.
He ido a ver a Pedro y se le he dicho. No me preguntó nada, pero sus ojos me miraron horrorizados. Solo me dijo que no era suyo, que no podía inventarme algo así y destrozarle la vida, que le olvidara. Mi hijo no tiene padre.
He dejado a Mario, ni siquiera le dije lo del niño, por miedo a su odio, por temor a que ese odio matara a mi hijo. He cogido unas cuantas cosas y me he marchado a la estación. He trasferido todo el dinero que teníamos a una cuenta propia y he tomado el primer tren a la costa con el niño que espero de equipaje. No tengo mucho, quizá para mantenerme hasta que nazca, pero me siento rica: soy libre, amo y seré amada. Mi horizonte es grande, inmenso.
Han pasado dos mes. Estoy sentada en la playa, frente al mar, oliéndolo y oyéndolo. Sintiendo su furia y a la vez su calma, su rítmico batir que acuna mi vientre un poco henchido. Hace tres meses que llevo a mi hijo conmigo. El murmullo de los sauces ha cesado.
¡Que importante se sentía en su trono, en su espacio!. No hablábamos, como siempre. Cuando acabara de leer querría cenar. Con una mirada me daría la orden y yo como un cordero la seguiría. Luego a recoger y a la cama, sin mirarnos, sin hablarnos.
Hoy es lunes. Ha amanecido nublado. Me gusta. Este ambiente gris y apagado entibia mi corazón. He decidido no esperar más, hoy es el día. El sol calentará tarde o temprano la mañana de modo que me vestiré de primavera, con colores claros. Necesito coraje para ofrecerme a él, para proponerle la locura de compartir mi vida.
La agencia está cerrada aún. Son las 10 menos 10. Paseo arriba y abajo por la acera de enfrente. No tengo valor para esperarle en la puerta. No se siquiera si entraré. Al fin le veo, viene con una mujer. Cuando llega a la puerta se besan en la boca y se despiden. Mi mundo se hace trizas.
He entrado en un bar a tomar un café. Necesitaba sentarme y pensar, repasar lo que he visto y encontrarle algún sentido. El me quiere, me lo dicho cada vez que hemos hecho el amor y cada vez que me ha follado en la trastienda, a mediodía, mientras cerraba para comer. Y me lo ha dicho con sus ojos ardiendo. Y al oído, con sus labios junto a mi mejilla. Mentiroso.
Le conocí en su agencia un día de mayo. Entré a preguntar por un viaje que nunca haría. Mi marido y yo nunca vamos a ninguna parte. Pero a mi me gustaba inventarme planes de vacaciones. Le pregunté por algún destino exótico. Vi que se llamaba Pedro en una plaquita que llevaba sobre el bolsillo de la camisa. Pedro Jazmín. Que apellido tan cursi.
Pero me miró y vi en sus ojos la mirada de un hombre interesado. Y yo, que no intereso a nadie, le seguí el juego. Coqueteamos como dos chiquillos escapados de la escuela. Era el peligro, lo prohibido. Era mi deseo y su deseo, encarnecido de pronto. Solo un hombre y una mujer sin ninguna pregunta. Por mi vientre corrió como la pólvora una sensación quemante, hasta mi sexo, que me hizo apretarme contra la silla. El se dio cuenta y mis ojos se ahogaron en los suyos. No hubo disimulos, ni dudas. Como en un sueño me cogió de la mano y me condujo a la parte trasera de la agencia, a una salita tan pequeña que solo cabía un sofá y una mesita de salón. No necesitamos más.
Pedro me apretó contra la pared y me beso hasta ahogarme en su saliva y en su aire. Me abandonó un momento y cerro la puerta exterior. Sin palabras volvió a mi y sin palabras me bajó las bragas, y sin palabras me introdujo su sexo. Fue una batalla corta, pero sangrienta. Cuando acabamos, sin palabras, me coloqué la ropa y me fui.
Por la tarde llegó Mario a casa. Y yo le miré como si hubiera ganado la guerra y el fuera el perdedor. Sentía todavía el roce del sexo del extraño que me había follado, su líquido, que inconscientemente había derramado en mi. Pero no me importaba. El futuro y el pasado no me importaban, porque me sentía libre. Mario no tenía ni idea, pero era un maduro, egoísta y orgullosos hombre engañado. Su posesión compartida, manoseada por un desconocido, perdida entre los gemidos de otra boca.
Esa noche me acosté pensando en ese momento de locura, deseando de nuevo al extraño, emocionalmente para sentirme deseada, mujer e intelectualmente para seguir perpetrando el agravio en mi marido, en mi santo marido.
Estuve dos días resistiendo el deseo de volver. Pero lo hice. Al tercer día mis pies se dirigieron sin yo notarlo a la agencia. Allí estaba Pedro, atendiendo a una pareja. Me senté a esperar frente a él. Mientras les atendía me miraba de vez en cuando y yo abría mis piernas para que sus ojos horadaran mis secretos. Era suya. Estaba allí para él.
Cuando nos quedamos solos ocurrió los mismo otra vez. Otra vez los besos, las bocas comiendo, los sexos pegados, las manos hiriendo. Nos mirábamos a los ojos. Pero no hablamos.
Estuvimos así durante dos meses. Yo iba a verle en la hora de la comida y el me esperaba ardiendo. Cada vez más abierta al delirio, cada vez menos cauta.
Mario, mi marido, comenzó a notar mi cambio. Mis arreglos, mis cuidados, mis sonrisas sin dirección, mis descuidos con él. Ya no tenía miedo a su indiferencia, ni a la soledad. Ya no estaba sola. Aunque solo tuviera sexo con Pedro, llenaba todo mi mundo. No necesitaba nada, porque estaba saciada.
Una noche Mario me violó. Perdió su indiferencia y me interrogó. Yo no le contesté. Ni asentí ni negué que le engañaba. Le dejé hablar, gritar. Nunca le había oído hablar tanto, ni ser tan expresivo, aunque la mitad de sus palabras fueran puta. Cuando se le agotaron los gritos, las frases hirientes, me pegó. Su bofetada impactó contra mi cara con la fuerza incontenible del odio y la rabia. De los celos de la propiedad, no del amor. No estaba seguro de nada, ni de él, ni de mí. Y me pegó otra vez. Después se sentó y lloró.
Yo le dejé en el comedor y me acosté sin sentir nada más que el dolor de los golpes. No pensaba. Al cabo de un rato Mario vino a la habitación y se echó sobre mi. Quiso besarme, y cuando le volví la cara, no se porqué, pero sin miedo, me desgarró la ropa y me violó. Yo no me resistí, para que, si no sentía nada.
Pero todo el dolor me aprieta ahora las entrañas, me desgarra como no lo hizo entonces. Ha pasado una semana, una semana de encierro, de indiferencia primero y de odio después, un odio reconcentrado que ha ido ocupando mi pecho, subiendo por mi garganta hasta mi cabeza.
Vuelvo a casa. Pasos cansados sobre el asfalto gris, bajo el cielo gris plomizo que ahora me aturde. Llevo encima todo el peso de mi mundo derrumbado, un mundo artificial que no tenía más pilares que mi desesperación y mi soledad. Pedro fue un sueño. La realidad somos Mario y yo. Y tengo que escapar.
Abro la puerta y me dirijo a mi habitación, la que hace una semana no comparto con mi marido. Cierro la puerta, me desnudo y me tumbo en la cama. La espalda sobre el colchón y mis ojos pegados a la lámpara del techo, cristalitos que se mueven con la brisa que entra por la ventana abierta. Oigo al sauce frotar sus ramas unas contra otras, Y mi corazón se desgarra de pronto. Lloro por toda mi vida, por mi infancia perdida, por los sueños imposibles, por la vulgaridad, por la desilusión, por los hijos que no he tenido, pero sobre todo lloro por mi y me desprecio mientras mis manos intentan cerrar los ríos de mis ojos y aprietan sobre ellos. Lloro porque he sido cobarde y he dejado que la vida corra por delante de mi sin agarrarla.
¡Por dios!, ¡por dios!, aún queda tiempo.
Mario vuelve a las 2. Tengo la comida preparada, acelgas con patatas y un filete. Su vaso de vino sobre la mesa y el pan cortado como a el le gusta. Me he cuadrado a un lado de la mesa esperando sus órdenes. Traeme más vino, enciende la tele, siéntate, no te quedes ahí como un pasmarote. Y yo te obedezco en todo, Mario.
Es de nuevo lunes. Ha pasado una semana. No ha sido larga. Cuando no hay ilusiones que cumplir el tiempo pasa rápido. Estoy de nuevo frente a la agencia. Y de nuevo les veo despedirse con un beso. ¿Quién será?. Probablemente sea su esposa.
Entro en la agencia cuando Pedro está solo. Son las 11 de la mañana. No le hablo, no le pregunto nada, no hay nada que saber, he perdido la curiosidad, solo quiero follar de nuevo. Escapar por unos minutos, perderme en el abismo del deseo saciado y sentirme mujer. Después le dejaré como siempre. El no me pregunta sobre mi ausencia, sé que no le interesa. He vuelto. Cierra la puerta exterior y me toma de la mano y me lleva hacia el fondo. Me desnuda con prisa y me besa y me muerde el cuello y el pecho. Sus manos dejan marcas sobre mi piel, y su sexo deja marcada su huella sobre mi alma.
Salgo del médico. Un martillo golpea mi cabeza. Voy a tener un hijo. Voy a tener un hijo. Voy a tener un hijo. Estoy embarazada. Tengo 43 años y mi hijo no es de mi marido. Mi corazón está a punto de estallar en mi pecho. Mis manos aprietan mi vientre que vive.
He ido a ver a Pedro y se le he dicho. No me preguntó nada, pero sus ojos me miraron horrorizados. Solo me dijo que no era suyo, que no podía inventarme algo así y destrozarle la vida, que le olvidara. Mi hijo no tiene padre.
He dejado a Mario, ni siquiera le dije lo del niño, por miedo a su odio, por temor a que ese odio matara a mi hijo. He cogido unas cuantas cosas y me he marchado a la estación. He trasferido todo el dinero que teníamos a una cuenta propia y he tomado el primer tren a la costa con el niño que espero de equipaje. No tengo mucho, quizá para mantenerme hasta que nazca, pero me siento rica: soy libre, amo y seré amada. Mi horizonte es grande, inmenso.
Han pasado dos mes. Estoy sentada en la playa, frente al mar, oliéndolo y oyéndolo. Sintiendo su furia y a la vez su calma, su rítmico batir que acuna mi vientre un poco henchido. Hace tres meses que llevo a mi hijo conmigo. El murmullo de los sauces ha cesado.
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