Se ha muerto el loro de mi tio, Beto. Ha sido de repente, inesperado y mi pobre tío aún no lo sabe. Está en Madrid unos días y cuando vuelva al pueblo de Segovia donde vive, se va a encontrar el panorama. En si mismo la muerte del loro no parece importante. Es una mascota querida nada más y nada menos. Pero es que mi tio tiene noventa años. Perdió a sus padres, a sus hermanos, a su mujer y hace ahora un año a su hijo mayor. En su casa vivían mi tia, mi primo Mariano, él, su perro Mozart, y depués le regalaron el loro, cuando ya mi tía había muerto. De modo que a mi tio se le han muerto todos los que vivían con él, excepto su perro, también anciano.
La muerte del loro es como un golpe más que se suma a eso que llamamos "las cosas de la vida", a los duelos que se suceden y que a veces se amontonan unos sobre otros. Mi tio es fuerte y tiene al resto de su familia, su hijo, su nuera y sus nietos. Y nosotros, sobrinos y cuñados, solo tres, mi madre, mi tía Anto y mi tío Miguel. Pero no puedo evitar llorar cuando pienso en el peso que lleva sobre sus hombros y preguntarme si merece la pena vivir cuando has perdido tanto. Supongo que sí, a pesar de todo, por los que quedamos.
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