El mono hombre colgado del techo caminaba enseñándonos su espalda. Sus grandes mano, sus cuatro grandes manos, se deslizaban por el enrejado metálico que constituía el techo de su habitat. Las caras de la gente en los cristales reflejaba curiosidad, risas, desprecio y en algunas, pena. Pena de reconocerse en cierta manera en ese homínido encerrado caminando rítmicamente, sin perder su cadencia de un lado a otro de su recinto, balanceándose colgado. El mono hombre tiene ojos, y nos miró. En un momento dado se paró frente al cristal y nos miró a todos. Su indiferencia era total. Estará acostumbrado a los gestos infantiles de los visitantes, a sus chistes, a sus comidas basura.
No os dais cuenta, piensa, vosotros también estáis en un recinto, más grande, pero vigilados por cámaras, censados, apuntados en todas las listas, controlados por todos los ojos del estado y de los holdings. Yo no tengo nada, porque no tengo libertad. Pero tampoco tengo a donde ir, ya no. Me lo habéis quitado todo. Habéis destruido mi mundo y el vuestro. Seremos pasto de la misma masacre. Ni siquiera os odio. No tengo ningún sentimiento ya. No tengo ni recuerdos de otra vida. Mis cuatro paredes, mis plantas y mi vegetación y las horas de visita de los curiosos. Esos que también están encerrados ahí fuera.
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